La Palabra del Coronel Es Firme [Folleto]

La Palabra del Coronel Es Firme
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English:
The Colonel's Word Will Stand
Language:
Spanish
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#7443
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3.5" x 5.5"
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6 pages

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Tuve en mi regimiento un joven corneta, Guillermo Holt. Muchas veces había no­tado que era delicado para la vida que lle­vaba, pero nació en el regimiento y era nues­tra obligación hacer lo mejor por él.

Su padre había muerto en acción y su ma­dre murió seis meses después.

En vista de que varios actos de insubordi­nación llamaron mi atención, decidí dar un castigo ejemplar al culpable de la siguiente falta.

Una mañana me informaron que la noche anterior, alguien tiró al suelo los blancos es­tropeándolos. Al hacer la investigación, re­sultó que el culpable o culpables eran precisa­mente los de la tienda donde Guillermo se hospedaba. Todos fueron arrestados en se­guida a fin de juzgarles en consejo de guerra. En vano se les pidió que presentaran al cul­pable, y por fin, hablé, «Si alguno de los que durmieron en la tienda número 4 la no­che anterior se ade­lanta y recibe su cas­tigo como hombre, los demás quedarán en liber­tad, pero si no, no habrá más remedio que cas­tigar a todos. Cada uno por turno, recibirá diez latigazos.»

Durante dos minutos hubo un silencio se­pulcral; entonces de entre los prisioneros que casi escondían su pequeño cuerpo, se ade­lantó Guillermo Holt.

Adelantóse como a unos dos pasos de donde estaba sentado; su rostro pálido; una fija intensidad de propósito se reflejaba en su cara.

«Coronel,» dijo, «Ud. ha dado su palabra de que si alguno de los que durmieron en la tienda número 4 anoche, se adelanta y toma su castigo, los demás quedarán en libertad. Estoy dispuesto, señor, y le ruego que se haga ahora mismo.»

Quedé mudo por un momento; ¡estaba tan sorprendido! Enton­ces en un arranque de ira y disgusto me di­rigí a los prisioneros, «¿Es que no hay entre vosotros alguno con valor? ¿Sois tan cobardes que dejáis a este muchacho sufrir por vuestra culpa? Vosotros sabéis tan bien como yo, que no es el culpable.» Mas ellos permanecieron callados e impasibles sin decir palabra.

Nunca en mi vida me había encontrado en situación tan difícil. Sabía que tenía que cum­plir mi palabra, y el muchacho también lo sa­bía. Con el corazón quebrantado, di la orden y fue conducido al castigo.

Valientemente se sostuvo, con la espalda desnuda, mientras se oían, uno, dos, tres lati­gazos. Al cuarto, escapó un lamento de sus pálidos labios, y antes del quinto se oyó un grito de los otros prisioneros quienes habían sido forzados a presenciar la escena, y de un salto, Jaime Sykes, el peor del regimiento, arrebató el látigo, mientras entre sollozos balbucía, «Pare, coronel, pare y áteme en su lugar. El no es culpable; yo lo hice,» y con el rostro convulsivo y angustioso abrazó al mu­chacho.

Desmayándose y casi sin poder hablar, Guillermo alzó la vista para mirar al hombre y ¡qué mirada! «No Jaime,» murmuró, «estás a salvo; la palabra del coronel es firme.» Su cabeza cayó hacia adelante. Se había desma­yado.

Al día siguiente yendo hacia la tienda del hospital donde el muchacho estaba, encontré al doctor.

«¿Cómo está el chico?» le pregunté.

«Está agonizando, coronel,» dijo quieta­mente.

«¡Cómo!» No pude explicarme.

«Sí, el choque de ayer fue demasiado para su débil fuerza.»

El moribundo estaba sostenido por unas al­mohadas y a su lado, inclinado y medio hin­cado, estaba Jaime Sykes. El cambio en el rostro del muchacho me alarmó; estaba tan pálido, pero sus ojos brillaban con una luz ad­mirable y atractiva. Hablaba sinceramente, pero ninguno de ellos me vio.

En ese momento vi que el hombre arrodi­llado levantó su cabeza y limpiándose el su­dor murmuró incoherentemente, «¿Por qué lo hiciste, muchacho? ¿Por qué?»

«Porque quise sufrir en lugar tuyo, Jaime,» contestó con ternura la débil voz de Gui­llermo. «Pensé que así entenderías algo del porqué Jesús murió por ti.»

«Cristo no tiene nada que ver conmigo. Soy muy malo.»

«Pero Él murió para salvar a los malos, sí a ellos. Él dice, “No he venido a llamar a jus­tos, sino a pecadores” (Mateo 9:13). “Si vues­tros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18). Querido Jaime,» suplicaba con voz sincera, «¿habrá muerto en vano el Señor? Ha derra­mado Su preciosa sangre. Él llama a la puerta de tu corazón; ¿le dejarás entrar?»

La voz del muchacho se debilitaba, pero co­locando su mano sobre la cabeza del que es­taba arrodillado, cantaba:

¡Tal como soy, de pecador,
Sin más confianza que Tu amor,
                Ya que me llamas, acudí;
                Cordero de Dios, heme aquí!

Tal como soy, Tu compasión
Vencido ha toda oposición;
                Ya pertenesco solo a Ti;
                Cordero de Dios, heme aquí.

conmoviendo el corazón de los que le escu­chaban. Después, lentamente fueron cayendo los brazos débiles, la luz se esfumaba de sus antes brillantes ojos y el valiente espíritu del querido muchacho había volado hacia Dios.

Coronel H.

“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1ª Pedro 3:18). “Él he­rido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados...y por Su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos desca­rriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:5‑6).

El “Hijo de Dios, el cual me amó y se en­tregó a Sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

 

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